Es curioso la fuerza que ejercen en nosotros las palabras. Escucha uno la palabra escuela y le vienen a la memoria los lápices con la punta recién sacada y su olor inolvidable, un babi azul marino y los partidillos de fútbol después de clase. Sin embargo escucho colegio y ya pienso en las gotas de lluvia que corrían por la ventana los días grises, el reloj parado en la pared gris y la cara (gris) de don X… todo gris. Oficial, obligatorio, gris.
Me pasa lo mismo con las palabras maestro y profesor. Maestro me suena a aquellos del Renacimiento (afán, constancia, algo de locura y mucho genio en ayunas), o a los que salen en los libros de Blasco Ibáñez o Josefina Aldecoa: miseria y devoción por la enseñanza. Sin embargo la palabra profesor me suena a cumplir horarios e instruir. Tal vez en la Universidad, la palabra profesor adquiera una altura, una consideración, si ves que quien se sube a un estrado no lee continuamente de un papel y transmite con sus maneras igual que con su memoria.
Lo que pasa es que los pequeños y pequeñas que nos rodean en las aulas no son tontos y a las palabras colegio y profesor les cortan imaginariamente con sus pequeñas tijeras lo que ellos creen conveniente, lo que les sobra.
Lo hacen intuitivamente: colegio se queda en cole, y así tiran a la basura el recorte gio, es decir las caras largas, la sirena que marca el final del recreo, la extrema disciplina… todo aquello que tenía la palabra colegio. Y cambian todo eso para quedarse con la sirena que suena para anunciar el principio del recreo, las risas que pueblan los pasillos, los cambios de cromos a las doce y cuarto (lete…lete…lete…¡nole!) y la comba al sol; que es a lo que suena cole. Nos ha fastidiado.
Y con profesor pasa lo mismo. Si en la Universidad tiene algo respetable este término, en el cole la palabra profesor es un rollo. Y nuestros chicos y chicas cogen alegremente (es que hay que cerrar los ojos, imaginártelos y verlos) las tijeras y ¡ras!: el trozo sor a la papelera. Así, sin más. Allí donde había seriedad ahora ha de haber jovialidad. Antes ceños fruncidos, hoy sonrisa comprensiva, ánimo. Aunque ellos saben que de vez en cuando tenemos que agregarnos el sor otra vez, y se dirigen a la papelera, cogen el trocito de papel y con la barra de pegamento nos permiten volver a ser profesor, si han hecho o han dejado de hacer algo que no debían y saben que “tenemos que hablar”. La mayoría de ellos quieren armonía en la clase, no injusticia, que también la entienden “aunque sean niños”.
Para terminar con todo esto de lo que le dicen a uno las palabras, lo haré con algo relacionado con la palabra libro. Y no voy a ir a la etimología ni voy a poner definiciones ingeniosas de autores o autoras de lo que ellos consideran qué es el libro (por otra parte ambas cosas respetables).
El otro día vi (otra vez) la genial película “Huracán Carter”. No sé si la habéis visto, pero tranquilos que no voy a deciros cómo termina. Sólo decir que es una película muy bien hecha, donde además la banda sonora cuenta con una canción brutal de Bob Dylan, que comparte título con la peli. Y Denzel Washington se sale. Pero lo que más me gusta de la película es cuando algunos personajes de la película van a una feria de libros usados, y se ve a una carretilla elevadora que vuelca un montón de libros en una especie de cajón gigante donde se abalanzan un montón de personas a por algún tesoro (El que va a esos sitios sabe que es como ir de caza). Pues bien, el niño (casi adolescente) que coprotagoniza la película coge un libro que luego será esencial para el desarrollo del argumento, y alguien en algún momento de la peli le dice que es el libro el que te elige a ti y no tú a él, o algo así.
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