Llegan las casetas, los libros, los libreros aburridos en sus estantes, al paseo de Recoletos. Es otoño y Los Madriles tiene tardes de un sol que todavía calienta.
Entras en la ciudad, la villa, como gusten, por Santa María de la Cabeza con el coche cruzando un puente sobre el Manzanares, es necesario ir despacito, hay una vista especial desde allí, los tejados castizos a la izquierda se desparraman allá enfrente, mezclándose con edificios ultramodernos y cúpulas de iglesias que la modernidad todavía no ha podido hundir, si giras más la cabeza, verás el Calderón, sin ser del atleti, me gusta que me salude como un anfiteatro moderno, un coliseo de plástico y hormigón que tiene un nosequé, parece que lleva allí desde siempre.
Subes Santa María de la Cabeza, tuerces arriba hacia la calle del Ferrocarril, sufres las poleposition de taxistas y pilotos de fórmulasunos disfrazados de madrileños con prisas, en los semáforos de esta calle con nombre tan bonito, hasta que coges el paseo de las Delicias donde continúan las carreras, aquí ya se unen también las furgonetas de repartidores que corren como el demonio, y subes, subes, subes hasta que llegas al muelle, puerto, rompeolas de Atocha, donde empiezan todas las historias, hasta las que terminan, allí, tendrán siempre un "¡hasta luego, hombre!" del churrero de la esquina o del guardiajurado del Parking. Haces la rotonda de Atocha y hacia el paseo del Prado el tráfico te engulle, te lleva en volandas, aquí cambia un poco el parque automovilístico, porque se unen a la fiesta del asfalto audis, bemeuves, lexuses, algún ferraris y coches así, casi todos de extranjeros que han venido a Madrid para nutrir de ficción una ciudad que ,como dijo el gran Umbral, sin escritores no sería nada.
Y eso es lo que uno va buscando, las huellas de los de antes. Aparcas como puedes, y ya puedes andar que es como hay que conocer Madrid: caminándolo hasta saborear cada placa, cada edificio o café. Saludas a Velázquez, que no lleva ahí sentado desde que dicen las güiquipedias, en bronce, lleva desde siempre viendo pasar las cosas hasta que su pincel les daba una vida mejor, hacía pasar a los reyes, infantas, perros de palacio, hilanderas y herreros de La Corte a una vida mejor, por que les daba el aire que necesitaban para vivir y sobrevivir los siglos y que el que lo viera también lo pudiera respirar, y hacer el camino de los siglos a la inversa, para encontrarnos todos: tú, yo con Agustina de Sarmiento fuera del tiempo, en el alcázar de Madrid. Dejas el Prado atrás, saludas a Neptuno también que te hace un gesto un poco hosco porque sabe que no eres del atleti, aunque con tanto tiempo viéndonos deja un atisbo, un comience de sonrisa, que no se completa y por tanto, más querida. Y sigues hasta la Cibeles, que guarda en una mano los dados del azar, ésta te sonríe abiertamente pero elegante y sin mostrar los dientes, te conoce más, y va a tirar los dados esa tarde para que el azar te lleve hasta el libro que quieres. Para que el libro te salga al paso.
Feria de otoño, del libro viejo y antiguo, veintiséis edición. Octubre, Madrid, Paseo de Recoletos. Este año han modificado el tramo, están de obras en el de siempre y han avanzado hasta darle la mano a Colón allá. Mejor, queda la terraza del café Gijón dentro del recorrido, da igual entrar que no, es saber lo que fue (es, si lees) y mirar. Nada Más. Limpias la gafas antes de bajar al fondo marino, al fondo bibliográfico, a las raíces y los corales. Aquí no hay libros electrónicos, ni música machacona, hasta los ruidos del tráfico parecen amortiguarse y desaparecer por la muralla de papel.
Hay tres formas de estar en las casetas, contando con que te guste estar allí, si no, es mejor coger el móvil de última generación, o sea el de hoy porque el de ayer está pasado de moda, irte al estarbacs y comprarte un café de plástico, a guasapear. Entonces en las casetas no pintas nada.
Me refiero al que va allí porque quiere ir, a la feria, ese tiene tres formas de estar que se pueden combinar en cualquier momento: buscando algo, no buscando nada o comprando porque ibas a comprar sí o sí.
Uno empieza sin buscar nada. Pone la mente en blanco para que ningún título monopolice la vista, y deja que vayan pasando por sus manos libros, y más libros, y más libros... sin prejuicios, con bastante entusiasmo enmascarado, con algo de escepticismo mascarado. Por si acaso.
Y en esas estábamos, ayer tres de octubre cuando lo vi. Primero vi el nombre del escritor, que en principio sólo me interesó, por la costumbre. Luego, el título. Después la aceleración en las pulsaciones y algo de sudor. Nunca hay que precipitarse al tomar el libro de entre los demás. Es un movimiento un poco mimético con lo que hay alrededor, pero firme. Ese libro es tuyo, porque la Cibeles ha echado los dados, porque estás en Los Madriles y te ha regalado un veranillo de San Miguel con sol. Último soles que se pierden por el Palacio de Oriente, dándole en la coronilla a Felipe IV, belfo en sombra.
No puede ser. Es El Libro. Cientos de búsquedas por internet, en tantos puestos de El Rastro, en la Cuesta Moyano, con Baroja riéndose de mí por dentro, con su abrigo, tantas ferias del libro aquí y allá. La última decepción en la búsqueda de el libro que ayer encontré me había pasado hace poco, un malentendido de una tienda de libros que decía que sí lo tenía. "Que sí, que sí, no se preocupe", para mandarme más tarde un mensaje: "Lo sentimos, está descatalogado". Bah.
El tomo que está en venta por la red vale muchos euros, parece una broma. Parece. Ayer me salió como ir al cine, más o menos, con media ración de palomitas.
Se hace de noche. Me voy con la pesca coleando en la bolsa de papel. La dejo en el asiento de copiloto y antes de volver a cruzar el Manzanares en dirección contraria, hacia la provincia de Toledo, miro el par de libros, Umbral me volvió a engatusar para acompañar al otro. La feria de otoño llega sin hacer ruido de motor ni echa humo de tubo de escape, no tiene música cojonera de móvil supermoderno. Aparece en Recoletos de la mano de Neptuno y la Cibeles, así como una sonrisa sin enseñar los dientes.
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