La gente no lee a Umbral como no juega al corro de la patata. Y los que lo leen no saben explicarlo porque quieren explicarlo desde el personaje: ese señor que parece un Larra o un Espronceda venido a menos, que se ha escapado del museo de cera y que no sobrevive, claro, en este mundo de siliconas, guasap y más catálogos de plásticos. Y así no.
Veamos: Día del libro. Madrid. Café Gijón. Hace cuatro o cinco años, charla sobre Francisco Umbral. Componentes de la mesa: María España, Ramoncín, Juan Luis Galiardo, Jorge Urrutia y algún periodista más.
Todos hablaban bien, apasionadamente sobre Umbral, pero el murciélago goyesco, gris y antipático,transfiguración fantasmal del escritor, sobrevolaba el café, todos los que estábamos allí teníamos los ríos de palabras de Umbral corriendo por nuestra vena lectora, y nadie sabía defenderlo, propagarlo, dar en herencia a las generaciones nuevas, difundir su manatial, se perdía el agua fresca de su puño y letra, el rumor de su surtidor, confundido con el sonido de las teclas violento y venenoso de su máquina de escribir, de su metralleta olivetti, se perdía en el páramo mediocre del complejo nuevo milenio, donde ya no encajaba entre el gran público, y se perdió en las brumas del pasado, las que se elevaban de los veladores del café Gijón, se perdió su figura estirada, elegante, pasada de modas, troquelada en ceniza de los ceniceros cuando se podía fumar y escribir en los cafés.
Y Ramoncín lo intentaba con su verbo fácil, su contundencia, sus reminiscencias de barrio bajo, su querencia por Umbral y lo umbralesco.
Y María España, lo recordaba con esa serenidad que tiene ella, con esa elegancia en estar sentada, en mirarnos a los ojos al hablar, un poco dudando al empezar a hablar, porque hay tanto que decir y que leer o releer y analizar del que se fue.
Juan Luis Galiardo parecía un gigante, entrando y saliendo del café, vino dos minutos llenó el café con su energía y su porte, su comicidad en serio de último de los últimos grandes actores (ah, no me acordaba y lo quería decir: si Bardem tiene un Oscar los Landa, Galiardo o Fernán-Gómez tenían que tener un saco), Juan Luis Galiardo, cuando se fue, pasó al lado nuestro y en sus ojos pequeños vimos irse una forma de entender la vida, el teatro, la pasión por estas cosas que no he vuelto a vislumbrar en nadie más.
Y entonces el periodista que hacía como de moderador de aquello, preguntó si teníamos alguna pregunta, y todos callamos como putas, bien porque muchos no lo habían leído y sólo estaban allí de paso del día del libro, bien porque los que lo habíamos leído no supimos hablar de Umbral, pero aquella tarde dentro del café Gijón entendí que era reflejo de lo que pasaba fuera: la gente no lee a Umbral como no juega a la gallinita ciega.
¿Nadie lo ve? Umbral bebe de lo mejor de nuestra lengua (más vale que aparque usted ese mamotreto que se va a leer este verano, y coja Los Alucinados, análisis de un siglo de nuestra lengua, sin ningún afán cataloguista sino con la mejor literatura, imaginación y honestidad), bebe de nuestros Valle-Inclán, De La Serna (Ramón), Darío, Juan Ramón Jiménez, Hierro y todos los demás, y hace un lenguaje propio, pero respetando la tradición del castellano, sin tenerle ningún respeto a la hoja en blanco, y creando criaturas nuevas y vivas, por eso sobrevivirá, y resurgirá el manantial del castellano umbraliano de las cenizas de su personaje troquelado, cuando se le dé importancia a lo que la tiene: sus libros. Nada menos.
Francisco Umbral es, básicamente, tres: uno, el hombre que sólo conoce su mujer. Dos, el señor que parece que se ha escapado del museo de cera, estirado y troquelado hoy en ceniza, y tres, el escritor que sólo se puede descubrir en sus libros, todo lo demás es un puñetero vídeo, "quiero hablar de mi libro", pequeñez estúpida al lado de esos cientos de páginas que nos legó generosamente, no se guardó nada, siempre al frente con la metralleta olivetti en alto, sublime sin interrupción.
Umbral escribía como un niño, sin perder su capacidad de asombro, por eso iba siempre de traje, para adultar los libros y que la gente los leyera, pero leer a Umbral es volver salir al recreo y escaparse, saltando la valla del colegio, y perderse de la mano de una amiga en la espesura de la arboleda que se ve allá al final del lienzo. La gente no lee a Umbral como no juega al escondite inglés, y se apunta al pádel o a aeróbic, y se compra la novela coñazo que compra todo el mundo, para no salirse del corsé social. Mediocridad que tiene su salvación en la valentía de volver a Umbral.
No hay que caer más en la confusión, métanse en sus lenguajes selváticos y laberínticos, caigan en su trampa mortal y rosa.