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Llegué pronto. En la puerta de la sinagoga del Tránsito una furgoneta, dos chicos descargando sillas. Ni un alma en el resto de la calle. Me quedo un rato esperando a ver si viene alguien, o sale alguien del templo, para preguntarle a qué hora comienza el acto. Y, justo, sale una pareja de turistas con una mujer que trabaja allí, cuando les ha dado las indicaciones que ellos pedían, para ir a no sé donde, me acerco educadamente, le digo buenas tardes, ella me las devuelve, y me entero de que sí, que he llegado pronto. Como tengo tiempo, me aventuro a perderme por las callejuelas de Toledo. Porque eso es Toledo, un laberinto esperando a que llegue alguien con capacidad de asombro, aunque ya lo haya visitado antes. Y me alejo de la sinagoga, en una tarde ya metida en noche, fría, por las calles solitarias, paso por detrás de Las Cortes, llego a una barandilla oscura, allá abajo el Tajo, me quedo quieto, mirando atentamente las aguas negras, escuchando el viento. Sigo mi camino al laberinto. Y entonces, lo he vuelto a conseguir, he llegado a una calle donde no había estado antes, o donde no recuerdo haber pasado nunca, qué más da, es como un juego que se le hace a la propia ciudad, al trazado. Un juego, pero al revés, porque lo que quieres es que te pille en un renuncio el laberinto, es decir ganar cuando te gana él, ella, laberinto y ciudad. Luego leo "Escuela de traductores" en un panel de plástico, anunciando a una portada con cientos de años, allí esperándome por los siglos de los siglos, la plaza es para mí solo. Ciudad de espejismos. Hotel Santa Isabel, junto al convento del mismo nombre. Me gusta la plaza, pero se acerca la hora, y me alejo de ella, por una calle, que está sí. Está sí que no la he pisado en mi vida, y cuando levanto la vista del suelo, veo allá en lo alto y hacia donde me dirigen mis ignorantes pasos la torre iluminada en azul de la catedral. Una vez en la plaza del ayuntamiento, ya sé ir hacia la sinagoga del Tránsito, y me dejo de cuentos, aligero el paso, no me quiero quedar fuera.
Una vez dentro, llena la sala de oración, de sillas ocupadas. Eduardo en la parte delantera, cerca del hejal judío o cerca del altar cristiano, según se mire. O, si queremos, las dos cosas, pues la sinagoga fue después iglesia. Sinagoga del Tránsito por un cuadro,
El Tránsito de la Virgen. Eso es lo que hace el tiempo con nosotros, convierte en palabras lo que los humanos no concebimos de forma racional... y sin embargo
somos nosotros,
fueron nuestros antepasados los que unieron las palabras
sinagoga /
tránsito (de la Virgen). Por una costumbre, un provincianismo, convierten la denominación del templo en algo universal. El cuadro se puede ver en el museo del Prado, mediados del siglo XVI, Juan Correa de Vivar. Es útil ir a verlo. Lo digo por esa sonrisa condescendiente con la que miramos al pasado. El cuadro te cuenta que aquello iba en serio, que si somos capaces de quitarnos tanta basura visual de la que nos rodeamos (tele, internet, revistas...) y de la que nos rodean (paneles en carretera, publicidad diversa...), y dejas un poco en blanco el lienzo propio, verás la cara de María agonizando. No es la cara de María, claro, es la cara de alguna persona muriendo que conoció Juan Correa, y que en esa persona vería el pintor cualidades, virtudes para hacer de modelo tan alto. Pero,
creía en ello, o lo dismuló muy bien, porque es cuando vuelves la cara al periódico y ves los atentados de Oriente Medio de otra forma. La Historia de verdad. La cara blanca, la muerte pintada (hay que intentar pensar que Juan Correa no fue al cine ni pudo ver en su casa Drácula, ni leches), esos apósotoles que saben que se va la madre de Dios. Es fácil imaginar a devotos y devotas, siglos XV, XVI y XVII, viniendo aquí a su iglesia de San Benito, y poco a poco ir cambiándole el nombre, "vamos a la capilla del Tránsito", hasta que mucho más tarde, cuando se empezó a ver el mundo antiguo como un museo, se le fue llamando sinagoga del Tránsito.La universalidad de Toledo, de nuestra Historia.
Aterrizo aturdido desde una sala del Prado a donde realmente estoy (¿?). Va a empezar la presentación, y ya tengo el libro en mis manos. No le he sacado el plástico, puede llover al salir, y así va mejor, romperé la ansiedad más tarde a la luz del flexo, con el concierto de Iberia de Albéniz a manos de la pianista Rosa Torres-Pardo. Pero el acto todavía no empieza, parece que hay atasco en la entrada, mucha gente no puede pasar y se ve al personal de seguridad controlando los sitios que quedan libres. Todavía puedo volar de allí un rato, escalando por las yeserías donde duerme el tiempo y llego a una página web que descubrí hace ya bastante tiempo. Muchas horas pasadas delante de tantas fotos en blanco y negro en el ordenador, conociendo Toledo, haciéndolo menos olvidado, igual de misterioso, que eso no se pierda... que eso, no se pierda. Fotos del Tajo, extraño, pero el mismo. Mil ochocientos y pico... buf, si hacía nada se había ido Napoleón de España, las guerras Carlistas estaban en algunos casos todavía bullendo por el Norte. Edificios, gentes, costumbres. Uno que gusta perderse también en libros de Blasco Ibáñez o Galdós, los veía, presentía, en aquellas imágenes, lo que ellos contaban en sus páginas, de alguna manera. Aquel blog, Toledo Olvidado, te hacía ser consciente de dónde estabas, de quién había pasado por allí, Juanelo, Einstein, Sorolla; también personas anónimas de la intrahistoria, los que habitaban aquel hormiguero milenario, y en los paseos por Toledo, sobre todo cuando la soledad se hacía la dueña de la ciudad, cuando el misterio bajaba como una niebla invisible desde las almenas de las murallas y se enroscaba en el relieve de los blasones, cuando se sentía en aquel ave oscura surgiendo de la orilla del Tajo que volaba en la misma dirección del río, perdiéndose en alguna espesura, cuando el sol iba despareciendo, todo parecía tener un sentido cuando se consumía la tarde entre el anaranjado del oeste que se ve desde los ventanales de la cafetería del Alcázar y el cielo negro del Este que te llega con un escalofrío, mirando venir la noche apoyado en el pretil del puente San Martín.
Qué puedo contar de la presentación. El reconocido breve llanto de una niña. Un fotógrafo americano de pie, sin asiento, testigo de excepción, que no pide un aplauso que merece y se lo damos. Palabras emotivas de Eduardo en su recorrido por la página web. Se equivocó en una cosa: no sólo los habitantes de Toledo cuelgan en las paredes de sus casas cuadros o fotos de su propia ciudad, en Cuenca también nos gusta, pero entiendo qué quiere explicar con eso. Miro hacia la zona donde cumplían el rito las mujeres judías, arriba en la balconada lateral; caras expectantes. Los que estuvimos sabemos que aquello era importante, que el esfuerzo de Eduardo, su pasión, la nuestra, las nuestras, todo aquello mereció, merece la pena. Me hubiese gustado haberme acercado a darle la mano al creador, al que nos reunió, darle las gracias, pero hay demasiada gente, no, hoy no.
Salgo y no cruzo palabra con nadie, me alejo con el libro bajo el brazo, por la estrecha calle de Samuel Leví, Reyes Católicos, San Juan de los Reyes, puente de San Martín, camino del coche, parecen aguantar mejor el misterio los duendes nocturnos de Toledo, así, sin hablar, parecen guiñarme un ojo cómplice los duendes toledanos en los detalles de la ciudad solitaria y sin nadie.
Y después, la fiesta, el encuentro. El libro es grande, está muy trabajado hasta el último detalle, se nota, ni un emblema ni medio de ningún partido ni institución, ni falta que hace. La portada contrasta con la contraportada, pero son caras de la misma moneda: Toledo.
Me gusta aquella mujer de espaldas, no le puedo ver la cara pero sí sé que se sobrecoge ante la belleza de la Vega Baja, no sabemos explicarlo, pero nos gusta mirar esta foto, su sombra lateral alargada, las manos que sujetan con emoción la sombrilla y el abanico.
Por el otro lado, en la contraportada, dos alpargatas bien puestas, en unos pies sin calcetines, cuyo dueño posa con tiento ante la foto, antes de seguir con las cántaras de agua. El azacán, sentado con las piernas de un solo lado, sujeta templado con la mano izquierda la humilde rienda del borrico; como un conde duque de olivares confiado sujeta la vara de mando de su montura con la diestra; un rostro curtido por el sol y el tiempo, este rostro ya lo hemos visto en tipos populares de Velázquez.
Dos caras de la misma moneda: el romanticismo de los que estaban viendo una ciudad para mirar, observar y fotografiar, y otros, los que sólo podían ser fotografiados representaban la cotidianeidad, la costumbre, las gentes que vivían en su tiempo.
Me asomo al libro, ya tengo los cascos puestos y van pasando los acordes de Iberia de Albéniz sobre las imágenes, los nombres de las composiciones musicales no tienen que ver con Toledo, y sin embargo... si dejas la mirada posarse lentamente en esas fotografías, pareces encontrar la clave, la puerta que el tiempo dejó allí, para que puedas entrar a este paraje, a aquella plaza, dando un sentido más hondo las notas musicales a lo que se ve, no me importa que Albéniz tomara otros lugares de la vieja Iberia para componer, pues presientes que algo une los dos elementos, hay una complicidad, no puede ser casual que esas notas entren de puntillas sobre las aguas del Tajo en blanco y negro, se cuelen en iglesias y conventos, o rodeen a distintos tipos populares sin que molesten. Alguien dijo que en Toledo estaba escrita la Historia de España para quien supiera leer en sus calles... sí, definitivamente, me convenzo, sin lugar a dudas sobre la comunión entre la música y las imágenes. Posiblemente, la concordancia entre estas notas soñadas por un catalán allá en el sur y esta selección de fotos en blanco y negro, sea la condición de universalidad de ambas. Quién sabe.
Algo que me atrapa sin remedio es que el tiempo parece haberse detenido allí. Yo sé que si voy ahora mismo a la plaza del ayuntamiento, estará llena de turistas, una cierta algarabía de voces de niños, clicks de cámaras fotográficas... y sin embargo, la foto 49 del libro, tomada hacia 1870, la plaza tan cambiada, me deja entrar allí, sentarme con todos aquellos hombres con el sombrero bien puesto, sentarme en esa valla corredera baja de granito y apoyar mi espalda en la elegante barandilla de hierro, que hoy no está, pero he logrado pasar, saltar, recorrer la línea del tiempo. Podría describir muchas fotografías. Por hoy, vale, me quedaré sentado bajo estas farolas que no existen ya.