sábado, 3 de noviembre de 2012

EL PAISAJISTA MARTÍN RICO EN EL MUSEO DEL PRADO




            El Prado sabe organizar estas exposiciones mejor que nadie. Se puede ver en el nuevo edificio de los Jerónimos. Te recibe un gran frontal beige clarito ocupando toda la pared, y ese color va a ser el fondo neutral, sereno, que te acompaña sin molestar durante toda la exposición; las letras grandes del nombre de la exposición “El paisajista Martín Rico 1833-1908" en relieve y gris más oscuro que el fondo.
              Esta es la puerta, una puerta de entrada que buscas en el Prado, de salida también de preocupaciones cotidianas, distinta del resto de los días de la semana, una puerta más fácil de hallar los días fríos de invierno pero soleados de Madrid.
              Lo que a continuación se puede leer no son descripciones precisas, ni estudios con rigor sobre nada; sí algunas palabras que me sacaron los cuadros, al mismo pie de los marcos que encuadran los lienzos. De una pequeña libreta hasta aquí:

UNA CALLE DE SEGOVIA
1858. Acuarela sobre papel.
         Se ve un trocito de acueducto al fondo. Un hombre a pie está con su borriquillo en el lado de sombra de la calle. Al sol y en primer término a la derecha (aunque es una acuarela pintada desde lejos), dos tipos de allí, populares, típicos.
         Parecen recién pintados hoy, pero ayer. La acuarela no da lugar a corrección, así que tal como los vio los pintó. Es decir, son una “primera toma” que se diría en el cine, y si no se dice así en el argot del cine, así lo entiende uno. El autor los vio, le sugirieron algo, y así nos los hizo llegar. Uno de los dos tipos, el que está de pie, parece ofrecerle algo al otro, un jarrillo parece, sentado en el suelo con la espalda en la pared blanca de una casa. Pared encalada como la de mis abuelos. El tiempo pasado nos llega por esas “puertas”.
         Ayer, hoy. Y sin embargo, hoy no hay nada; es más bien el deseo del pintor de perpetuar aquel ayer, que fue ahora, hoy, para ellos.

LA MESETA DE CASTILLA
1853-58. Acuarela sobre papel.
         Aquí está el amarillo león, la sequedad de Castilla, más al fondo ocres apagados casi muertos, que desolaron a Camille Mauclair en su libro La espléndida y áspera España, cuando cruzó Castilla.
         Muy pequeñas las personas caminando por un camino solitario, sin árboles flanqueándolos. Personas más reales para él que una foto, por eso mismo. Porque él las vio así. Y el cielo demasiado inmenso, controlando todo.

VISTA DE COVADONGA
1856. Óleo sobre lienzo
         Los contrastes entre la zona iluminada contra la zona en sombras, son los mismos que se ven desde el coche en las montañas cuando estás en el Norte, De Haes también lo consigue, eso de situarte en el Norte desde El Prado.
         Si Martín Rico hubiese viajado en coche habitualmente ¿hubiese podido captar tantos matices, sentirse subyugado realmente por esa imagen? ¿Detenerse minutos, horas, días ante esta belleza, para poder imprimir luego ese realismo con que le etiquetan los entendidos?
         En el cuadro no hay turistas, ni coches, ni autobuses, ni guías turísticos, ni funcionarios del “complejo turístico”. Sólo acompañan a la Virgen de Covadonga y a la tumba de Pelayo unos pocos lugareños sin cámaras de fotos: tres que hablan en la parte inferior del lienzo, sobre el puente, y una “rapaza” que sube por un camino de tierra al santuario.
         El silencio, esto nos llega. Hoy estamos rodeados de carteles, propagandas, pantallas, que intentan llamarnos la atención, son, diría un publicista emocionado, “gritos en la imagen”.
         No aquí: es la quietud la que sin querer nos transmite el misterio del cuadro.

PAISAJE DE LA CASA DE CAMPO
1861. Óleo sobre lienzo
         Hay dos cuadros otoñales muy parecidos en la exposición. Uno es el boceto de este ante el que me paro. Brahms pareció componer sus sinfonías tercera y cuarta viendo unos cuadros como estos. O Martín Rico escuchó a Brahms para hacer estos cuadros. O es el otoño el que nos llega de mano de pintores y músicos.
         Las notas más rigurosas de esas sinfonías parecen hacer referencia a los árboles más largos y verticales; por otro lado una especie de tiempo cojín, acolchado, suave tiene que ver con las notas más simpáticas. La música parece oscilar entre los tonos del lienzo que van desde la oscuridad suave de la sombra a la luz, a la sed de luz que parecen tener algunos árboles.
         También hay una niña. Está claro que hoy tendríamos que disfrazar a una niña para ver esta escena. Tal vez aquellos románticos necesitaban pintar aquellas escenas campestres, de niña rural, con vestido limpio rural, tres cabras por allí, acompañándola. Todo para dejarlo pintado, porque sabían que faltaba poco para desaparecer, bien lo sabía Bécquer que dejó constancia de ello en algunos artículos sobre nuestros tipos populares, donde avisaba de su peligro de extinción.
         Una parte de la idea del Romanticismo es otra cosa que vemos en el cuadro: reflejos en el agua de lo que previamente ha pintado el pintor. No el reflejo de la realidad. Es el reflejo de lo que él considera que ha visto, y así lo ha reflejado.

EL SENA EN POISSY
1869. Óleo sobre lienzo
         Parece mentira, pero hasta este momento de mi visita, hasta este cuadro no se me había ocurrido que me gustaría entrar en alguno de los lienzos. Lo que no tengo claro es donde estaría más a gusto, si en la orilla que se ve en el cuadro, con lo cual yo estaría viendo al pintor; bien en la orilla de Rico, para poder sentarme como algunos de los de enfrente, con un junquillo en la boca, viendo pasar el tiempo, los reflejos de la vegetación en el río; de las nubes queriéndose pintar de rosa. Consiguiendo precisamente que por no estar el rosa evidente en aquellas nubes, pero adivinándose en algunas pinceladas, el que mira esté continuamente pensando en ese rosa, como un deseo que no se pudo cumplir.

LAVANDERAS DE LA VARENNE, FRANCIA
1864-65. Óleo sobre lienzo
         No veo en el cuadro que del pintor Martín Rico pintó Sorolla (se ve ahí un hombre de los de antes, un Lope Garrido de Tristana sin la lujuria) nada que me haga suponer que buscara la visión de las posaderas de las lavanderas, más que el paisaje que se ve en la otra orilla y su reflejo en el río. Allí enfrente se ve una laderilla frondosa, césped que tupe la subida a la ciudad.
         Imagino que tardaría más en pintar el cuadro que lo que tardaron las lavanderas en limpiar la ropa. Una vez acabada la faena en el río, subirían con los cestos con espaldar que aparecen en el lienzo, cargadas, y se cruzarían con aquel misterioso pintor, de barba tupida también, como la ladera de enfrente. Tal vez ahí sí aprovecharía para mirar con intención, aunque elegante. Y sin embargo no veo ansiedad por acabar e irse con alguna de aquellas, de las más jóvenes, aquella que al cruzarse con él se ruborizara.

CUADERNILLOS DE VIAJE
         Viene acompañada la exposición por una serie de cuadernillos de pequeño tamaño, de viaje, donde aboceta paisajes, arquitecturas, muñecos animados en su lápiz, personillas, calles solitarias, ciudades enteras…
          Esto, pensándolo bien es mejor que si el artista hubiera llevado una cámara de fotos o hubiese comprado unas postales de los sitios, porque es su visión. En realidad, ¿qué tengo yo en común con una cámara de fotos? ¿Su inmaculada objetividad?, aséptica, nítida... ¿falsa?
         No. Tengo más en común con él, porque él respira, siente, se encuentra apasionado, encuentra la pasión de dibujar esas visiones y andanzas, por apoyarme en un título de Unamuno (algo de obsesivo tiene para el que mira la foto de Unamuno mirando los campos de Castilla desde el suelo de Castilla). Martín Rico nos trae sus días en aquellos lugares con una vieja palpitación de vida, un hálito que es el eslabón con el mundo antiguo, ya dormido en también antiguos y hojarascados laureles, que podemos observar hoy aquí. Es como un milagro.

EL PATIO DE LA ESCUELA
1871. Óleo sobre lienzo
         Cada cuadro tiene una entrada, una clave que te permite penetrar allí, comprenderlo, sumergirte en la obra. Se podría comparar esa parte del cuadro que ejerce de llave del cuadro, con las palabras del abate Faria con un tal Edmundo Dantes para lo que vino después.
         Cada persona encontrará la suya, la mía de este cuadro es la quinta niña empezando por los que están sentadas en hilera, de espaldas a la pared blanca del patio. Tiene una gracia especial, está sujetando con sus dos manecillas una prenda, con una seguridad en la mirada que nos desborda y nos desarma, también hay inocencia, candor, ternura… Ternura, eso es, es la ternura por aquella niña, cuya seguridad en doblar la prenda nos entristece pero nos admira. Es una seguridad que tiene por los tiempos duros que tuvo que vivir. Antes de la democracia en España todas las familias que no fueran ricas tuvieron tiempos duros. Desde niños toreando con todo lo que suponía la época.
         Hay más niñas a su lado, ocupando lateralmente toda la pared, frente nuestro. Quizá el pintor hablara con la maestra, "mire a ver si puede poner a las niñas pegadas a la pared, y que disimulen, que no miren para acá". Quizá no, y a la hora de coser en el patio se pusieran siempre así, para que la maestra pudiera observar los avances de las pequeñas y hacerles algunos comentarios; además también ellas sentadas así ven mejor cómo cose su maestra. La mayoría están cosiendo, otras están cogidas en plena conversación en voz baja o mirando atentamente como maneja la aguja y el hilo alguna compañera.
         Lo que atrapa del cuadro es la capacidad del pintor para captar y mostrar ese momento de silencio en el patio, de concentración en las que están cosiendo. Capacidad para hacernos llegar el sueño de la niña dormida, en una cara tan pequeña en el lienzo vemos el misterio, sentimos el secreto que guarda un niño en sus puños cerrados cuando duerme.
         De la maestra, que también cose, sólo vemos un breve escorzo, y sin embargo también nos llega la rudeza de sus arrugas en la cara: resignación, manos firmes y grandes que saben lo que hacen.
         Hay un gato vigilante a los pies de la anciana, vigilando algo que nosotros no vemos y que da tensión al conjunto del cuadro.
         Patio con arabescos, azulejos moriscos, macetas, niñas con moños o pañuelos en la cabeza, fuente circular en el centro, otro gato mirando a la niña que duerme y que marca la cadencia de la atmósfera de aquel patio de la escuela en Sevilla.

LA TORRE DE LAS DAMAS EN LA ALHAMBRA
1871. Óleo sobre lienzo
         Es un cuadro muy parecido a los que hizo Sorolla del mismo rincón de la Alhambra.
         Tres cosas resaltaré del lienzo:
         1. La sombra que proyecta el tejadillo sobre las ventanas de las torres y la pared amarillenta y rojiza, tan realista que podría ser la entrada en el cuadro, la llave de la que hablábamos antes.
         2. Siguiendo con las sombras, unas manchan las torres, provocan una sensación de movimiento de las ramas y hojas de los álamos. Desde pequeño, y es algo que de lo que no he sido consciente hasta hace poco, o que sé explicarlo desde hace poco; hay algo que me hace sentir vivo, aparte del poder respirar: el viento agitando las ramas de los árboles, el sonido que hacen, los árboles que no pueden hablar nos reclaman cuando se unen al viento, nos quieren decir algo, a lo mejor sólo eso, que estamos vivos, como ellos. Las hojas juguetean proyectando sus sombras temblorosas y alegres en las viejas paredes del pasado árabe de nuestra península. Todo eso hace el momento más intenso, y todo nos llega de algo estático como es un cuadro, sin artificio, sin truco, o sea, arte que dicen algunos.
         3. Volvemos a la atmósfera creada por la presencia de los niños como en el cuadro de la escuela. En este cuadro además pasa algo extraño, no es que queramos entrar nosotros en el cuadro, como me ocurrió en otros, es que nos sentimos como uno de esos niños atareados en la jaula de cañas, y por eso, como estamos ahí, allí, podemos sentir el sonido del viento bailando los álamos, de las ramas, del cielo limpio y azul, del sol internándose hasta nosotros. Luego, cuando cierren el museo y apaguen las luces, quedará congelada la escena, para que mañana otros ojos puedan ver esto y, si miran como deben, poder pasar a aquella Alhambra pasada, presente para siempre.

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