domingo, 30 de diciembre de 2012

LA MITAD INVISIBLE: Camino Soria (TVE)

   

          Conocí a Jaime Urrutia gracias a Andrés Calamaro. No, nunca le he dado la mano, ni nada de eso. Fue él encima de un escenario, junto a Andrelo, yo abajo coreando Te quiero igual y después Cuatro rosas. El respeto de Andrés a Jaime me hizo reescucharlo de forma distinta, pues aunque me gustaba nunca me había parado a mirar y observar a los Gabinete. Para decir toda la verdad no fue en Pamplona donde me volví hacia aquellas letras ochenteras como las veo hoy, fue una noche memorable a orillas del Manzanares (otro río pero más humilde que el Duero), en la sala La Riviera en los madriles. Calamaro había terminado el concierto y se iba del escenario, y los bises ya se habían tocado, pero aquello hervía, nunca, en los veintitantos conciertos en los que había estado de Andrés, la gente aplaudía como aquella noche (no cuenta el concierto de El Regreso, 18 de noviembre de 2005, por motivos suficientes), era ensordecedor el clamor, sabíamos que aquella noche era especial. Andrelo se paró, y se dio la vuelta hacia los ojos de Candy Caramelo, intercambiaron cuatro palabras, y el comandante se puso en su lugar y la banda en el suyo. Y tras los primero toques de arranque en la batería del Niño Bruno, comenzaron a cantar Cuatro rosas. Y aquello ya era un barco que se hundía, y todos contentos del naufragio, pues las canciones eran los trozos de madera de las cuadernas del barco en el Manzanares donde aferrarnos para llegar a la playa más cercana, a los paraísos perdidos.
Allí conocí a Jaime Urrutia, de forma indirecta, legendaria, en La Riviera. Ya sabíamos que esa noche iba a ser especial pues en la puerta del local estaba Andy Chango, con el que cantamos Queda muy poco de mí. Era un buen augurio.

          Juan Carlos Ortega era el de los ancianos de Crónicas marcianas cuando se podía ver Crónicas marcianas. De todas sus apariciones en el programa sólo recuerdo una, genial, en la que vendía literatura en sobres, tal cual, ¿quiere usted leerse La divina comedia, El Quijote o El conde de Montecristo sin ninguna dificultad? pues tome uno de estos sobres... Y entonces Juan Carlos Ortega, muy serio, sacaba un sobre como esos de sopas del supermercado, en el que se anunciaba La divina comedia, por ejemplo, lo abría y lo volcaba en un plato donde después echaba agua. Literatura sencilla, lista para consumir. No sé por qué me ha recordado a los libros electrónicos. Pero habrá sido un desliz mío, no tiene nada que ver.
          Pasado el tiempo me aficioné al programa No es un día cualquiera, en RNE, de Pepa Fernández. Y me convertí en escuchante fiel, gracias a todos los colaboradores y al buen hacer de la chica que lleva el timón del programa, donde sábados y domingos hacía el tiempo corto pero ancho. Aunque había una sección que me gustaba especialmente: Cuentos para Ulises. Historias, historietas que ocurrían en países muy lejanos, que ponían (que ponen) patas arriba la realidad y la cotidianidad, para sonreír y pensar, y cuando compré el libro con el cedé me di cuenta de que los cuentos de Ortega son para ser escuchados pero también leídos, acompañados de esas fotos, asépticas, terroríficas, un punto graciosas, pero con más vocación de lucidez que de carcajada. Me recordaron a la atmósfera de Ensayo sobre la ceguera. No tan crudo, pero así, más o menos.

          En las vacaciones, estas, navideñas, ahora que tengo más tiempo he estado frecuentando vídeos que tenía pendientes, entrevistas, y otras hierbas. Y La mitad invisible. Ya había visto muchas veces algunos de mis favoritos, el de El entierro del conde de Orgaz, las Meninas, La Alhambra y por supuesto el que me enganchó: Las Pinturas negras de Goya, pues fue mi primer contacto con el programa de Ortega.
          La Mitad invisible es un programa original en el mejor sentido que se nos ocurra, fácil de ver pero que no ha de ser sencillo grabar, pues busca constantemente crear una atmósfera volcada hacia el objeto, la ciudad, el monumento, la obra en definitiva de la que trate el programa. Y eso, si no se crea, si no se cree en  el asunto, no sale. Nunca con solemnidades que rebaja de forma inteligente Juan Carlos con su humor perenne, vivo, brillando siempre tras esos ojillos oscuros, de ratoncillo silvestre, lejos de la carcajada y muy cerca de la saludable sonrisa no forzada.

          Ayer paseé junto a los chicos de LMI por Sigüenza, toqué el doncel de Sigüenza, sus manos, sus ojos abiertos, sus pies mantenidos por el pajecillo y también tuve la suerte de sentarme con el canónigo archivero, don Felipe Gil Peces Barbas, a ver los tomos antiguos del los siglos XV y XVI, que sirvieron en la guerra de parapeto, y por eso tienen incrustadas balas, "esta escultura (el doncel) es la división entre la Edad Media y al Edad Moderna... entre el mundo de los castillos y el mundo de la cultura" le cuenta el archivero al periodista, que sentados alrededor de un vetusto pupitre de madera rodeados de libros con cantos parduzcos, con colores que hablan de la Historia, parecen más bien maestro y discípulo. Y así don Felipe termina con palabras importantes que Juan Carlos, apoyada la barbilla en sus manos que a su vez descansan sobre antiguos libros, escucha cual esponja: "Y otra lectura (sobre el doncel)... ante la muerte un caballero cristiano no tiene miedo, ni trauma..."

          Con esta serenidad, nos dormimos ayer. Y hoy me he decantado por Camino Soria, el último programa LMI. Y después de verlo me he venido por el blog, a divagar.
          "Yo prefiero no dar pelos y señales... ahora, yo sé que cuando ella escuchó Camino Soria... ¡ah!, se debió de poner...", le cuenta Jaime Urrutia a Juan Carlos Ortega, bajo un cielo nublado, en la orilla de una carretera secundaria poco transitada, la funda de la guitarra de Urrutia en el suelo, cerrada, el instrumento a buen recaudo, esperando a ningún coche, haciéndose confesiones en el camino a Soria, como si sólo en el camino se pudiese uno desnudar, y donde de verdad nos encontramos a nosotros mismos, pues en la meta, en el objetivo, no hay nada. Pero vayamos al principio.
          Empieza el encuentro de la mejor manera soñada, en una estación de trenes, Juan Carlos en el andén espera al músico, que llega con la camisa con solapas exageradamente abiertas, camiseta blanca en el fondo del pecho y encima una chaqueta. En la cabeza la gorra de chulapo madrileño a cuadros. Todo él se recorta en el perfil de Juan Carlos que estaba silbando la canción, y poco a poco la imagen se va haciendo más nítida, con andares chulapos como la gorra, hasta que llega a la altura del periodista. Ahí apretón de manos y abrazo. Comienza el viaje, camino Soria.
          Si quitamos el sonido del vídeo vemos imágenes muy buenas, descriptivas, a la búsqueda de los motivos del tema, las claves de Gabinete Caligari, los otros componentes de la banda, locales míticos, Tablada 25 (donde se gestó), influencias "beatleianas" y también los Kinks, personas que vivieron la época, sitios, lugares, detalles.
          Me extraña que Ortega no haya hecho mención en ningún momento a la mítica película de Robert Wiene que da nombre al grupo de los ochenta, pues podría haber jugado como le gusta jugar a él, con los dobles sentidos, los alegres y extraños encuentros entre cosas, convertidas en juguetes, entre Gabinete grupo y Dr. Caligari película. Es extraño que Ortega no haya cogido de la película los escenarios desproporcionados, de sillas gigantes y pueblos apiñados donde se pueden coger las casitas, y haber hecho un montaje con un videoclip de los gabinete, hubiera sido brutal, aunque sólo fueran dos segundos de esos que meten en un pequeño batiburrillo de imágenes en apariencia triviales.
          Como anécdota especial, para uno de Cuenca como yo, es que la canción se iba a titular Camino Cuenca, la excusa que pone Jaime es que Soria rima con más palabras que Cuenca... lástima... aunque tal vez sea mejor así, pues aquí en Cuenca no están esos paisajes castellanos desolados, melancólicos, es cierto que tenemos las hoces del Huécar y el Júcar, en esta última los otoños son para venirse a vivir aquí. Pero Cuenca Cuenca, Cuenca ciudad, la alta, la altiva, la colgada en el firmamento tiene demasiada importancia para dejar espacio a la tristeza del alma de Urrutia, demasiado empinada para dejar caer penas, que pueden hacer ruido rodando. Ni siquiera Soria es el escenario, son aquellas extensiones inabarcables, donde se sentaba Unamuno a suspirar y preguntarse por Dios y por España. Hay más espacio para que el alma se expanda por esos parajes y parar al borde del río, donde se consigue la alquimia, cuando se vislumbra la mitad invisible, el momento en que le canta Urrutia a Ortega Camino Soria, guitarra en mano... y entonces... entonces se pone a llover sobre las hojas colocadas como un escenario improvisado. Llueve y Jaime sonríe, y Juan Carlos mira al cielo, como si hubiese unos tramoyistas que han abierto una compuerta para terminar de completar la melancolía que allí se conjura... melancolía extrañamente confortable.
       

miércoles, 26 de diciembre de 2012

NUESTRO HOMBRE EN WATERLOO (justamente recordado)



          "El aire se llena de ensordecedor tronar de los cañones, el chasquido de los fusiles y el retumbar de la caballería" cuenta Jacinto Antón en su regalo de navidad para enfermos de la Historia en forma de artículo en El País. Cuenta que eso es lo que recrea en la novela su autor: Ildefonso Arenas, "impasible entre la ventisca, con las espesas cejas que le dan un aire de mariscal ruso casi heladas", decribe de él el periodista, y es que cuando uno pasa rápido las hojas del periódico, buscando la sección cultura donde de vez en cuando se encuentran tesoros como este, y se topa de repente sobre el título del artículo con un cuadro espectacular sobre una batalla (La defensa de La Haye-Sainte por la legión alemana del rey, de A. Northern) y más abajo y en medio del texto una foto con ese extraño señor, no sabe si es un lienzo de alguien de la época porque la niebla lo hace todavía más misterioso, si es un familiar descendiente de alguien que estuvo allí o si es el escritor, que es lo que se va haciendo evidente cuando miras más despacio, y ya empiezas a leer y emboscarte en la Historia gracias a la pasión que traslucen las palabras de Jacinto Antón.

          "Piso en este día gris el embarrado campo de batalla de Waterloo...", comienza el artículo, como si ese barro, aunque manche tus botas hoy, fuera el mismo que pisaron los ejércitos de la batalla de Waterloo, "...y la tierra parece rezumar sangre bajo mi bota"; inmediatamente te sientes identificado con el periodista. Cuántas veces hemos tocado las piedras talladas de las murallas de una antigua ciudad o de un castillo, cuántas hemos mirado al suelo, donde sabemos por los libros leídos que por allí pasaron legiones romanas o personajes que nos mantuvieron despiertos noches enteras, pasando página tras página, como una acto fatal diría Borges, ya que no puedes detenerte. 

          No podía faltar Pérez-Reverte en el artículo, aunque no esté su nombre escrito por ningún lado, late la misma pasión por la Historia, y es que me parece haber leído del mismo Arturo alguna vez que un familiar suyo estuvo por los parajes donde se dan cita Ildefonso Arenas y Jacinto Antón, bajo bandera que enmarcaba en el suelo la sombra del águila. Pero donde más patente (de corso) se hace su presencia es cuando cuenta el periodista que "durante una parada piadosa en el Museo Hergé de Louvain-la-Neuve, me ha parecido escuchar entre las viñetas de Tintín el temible fragor de los coraceros". 

          El artículo es despiadado contra los que no queremos comprar más libros, y nos da excusas continuamente para romper ese pacto con nosotros mismos, de no ir a la librería a por más libros nuevos, y ceñirnos a los de la biblioteca, "Ildefonso Arenas (Madrid, 1947) ha alumbrado una novela extraordianria: por el tamaño (1.214 páginas: imaginen lo que es llevarla en Ryanair y arrastrarla por media Bélgica, lloviendo)", antes de seguir enumerando las razones que hacen de este libro una novela extraordinaria, esto de las 1.214 páginas me ha recordado algo que dice Fernando Fernán Gómez en la película La silla de Fernando: el actor comentaba que los españoles no es que tengamos envidia, es que es peor que eso, porque envidia sería querer escribir un libro como El Quijote, es decir sentarse y ponerse a la tarea, pero lo que nos pasa no es que queramos escribirlo, lo que deseamos es que no lo escriba nadie. 
Y lo que me llamó en su momento la atención fue cómo en pocas palabras, tal vez de forma inconsciente, expresaba la inmensa dificultad que suponía (que supone) escribir El Quijote, aun siendo Cervantes. "Hay que sentarse y escribir 1.200 páginas".  
Por otra parte eso de llevar un libro pesado de viaje como sé lo que es, me ha hecho sonreír, ahora que están tan de moda los libros electrónicos (la palabra moda se está volviendo anticuada, que no antigua, ya le gustaría a ella).
Ahora sí, transcribamos de Jacinto Antón más razones para salir corriendo a comprar el libro... "el asunto (la última campaña de Napoleón y el antes y después de la misma) y la calidad literaria. Es Álava en Waterloo una novela histórica de las importantes, grandísimo fresco de una época...".

          Y si todavía nos quedaban dudas sobre si leernos el libro o no hacerlo, nos deja para la segunda mitad del artículo lo mejor: "se centra (el libro) en un personaje sensacional de nuestra historia al que resucita y reivindica: el militar y diplomático español "injustamente olvidado" Miguel de Álava (Vitoria 1772-Baréges, 1843"; el periodista ha encerrado entre las comillas "injustamente olvidado", no sabemos si mientras las tecleaba estaba sonriendo, pensando en que casi todos nuestros antepasados que han hecho en la Historia algo, son "casi siempre" olvidados. O tal vez sólo estaba transcribiendo lo que ha dicho o escrito del personaje el escritor.
"Liberal, ilustrado y sospechoso de masón, Fernando VII lo hizo encerrar, aunque luego se lo cedió a Wellington, al que no podía negarle nada", si Fernando VII lo hizo encerrar seguro que Miguel de Álava tuvo un comportamiento ejemplar.

          Aparte de abrirnos el apetito lector, nos abre también el viajero: dan ganas de buscar por google maps los sitios, coger un avión y, libro en mano, revivir el mismo itinerario que hacen escritor y periodista. Mil gracias a Jacinto Antón por este artículo donde hemos sentido el estruendo de los cañones, los cascos del caballo de Napoleón huyendo cerca del puente sobre el río Dyle y estremecernos al escuchar "Keine gefangenen" en boca de húsares y ulanos. 
Y antes de que se haga de noche tras la batalla, nos quitaremos el sombrero en la iglesia de Saint Joseph ante las estelas conmemorativas de los caídos en Waterloo.

 (Esta entrada del blog hace referencia a un artículo publicado en El País, el lunes 24 de diciembre de 2012, titulado "Nuestro hombre en Waterloo")