sábado, 3 de noviembre de 2012
película 02 EL ENEMIGO PÚBLICO
Salí de la biblioteca con la película bajo el brazo una noche que no hacía frío, y antes de montarme en el coche miré la portada con los retratos de James Cagney y Jean Harlow, metidos en un círculo, son los protagonistas de la peli. A lo mejor el círculo es la burbuja que sale de la sociedad del lujo de los años 30 americanos, representados en pocos trazos y colores a la derecha arriba; burbuja donde se encontraban como en un sueño los Toms (Cagney) y aquellos buscavidas, que desde pequeños aprendieron a ganarse la vida como fuera por las calles de Chicago.
Si el director o el guionista pretendía dar clases de moral con el final de la película creo que se equivocaba, o tal vez sólo se viera obligado a terminarla así, como se explica al principio: las autoridades dieron un toque de atención, viendo la atracción que sentía la gente por el carisma de Cagney interpretando a mafiosos.
O la ingenuidad es la mía, pues la película es buena, y el director sabe perfectamente lo que hace a cada momento, y el toque de humor que hay cuando aparece Tom embutido en una manta, atado y jodido no puede ser casual. Es la única parte de la cinta que no tiene ninguna credibilidad, y uno se imagina el descojone general de la gente que habría allí trabajando, actores, maquilladores, cámaras, fotógrafos, técnicos de luz y sonido, director, ayudantes, etcétera, cuando se acabara de rodar la escena. El único dramatismo real es tal vez el que nos hace llegar la magnífica actriz que hace de la madre.
Tom o James Cagney nos mantiene atados a la pantalla, por una soltura que es de admirar viendo el año en que se estrenó la película, 1931; uno pensaría que James Cagney vivía así, que cuando saliera de los estudios donde rodaron, volvería a los bailes a beber champán, mirar con descaro a las mujeres que emborrachaban a sus acompañantes para irse más tarde con él, a amenazar a los barman que no compraban la cerveza que distribuían ellos. Otro espejismo más.
EL PAISAJISTA MARTÍN RICO EN EL MUSEO DEL PRADO
El Prado sabe organizar estas exposiciones mejor que nadie. Se puede ver en el nuevo edificio de
los Jerónimos. Te recibe un gran frontal beige clarito ocupando toda la pared, y ese color va a ser el fondo neutral, sereno, que te acompaña sin molestar durante toda la exposición; las letras grandes del nombre
de la exposición “El paisajista Martín Rico 1833-1908" en relieve y gris más oscuro que el fondo.
Esta es la puerta, una puerta de
entrada que buscas en el Prado, de salida también de preocupaciones cotidianas,
distinta del resto de los días de la semana, una puerta más fácil de hallar los
días fríos de invierno pero soleados de Madrid.Lo que a continuación se puede leer no son descripciones precisas, ni estudios con rigor sobre nada; sí algunas palabras que me sacaron los cuadros, al mismo pie de los marcos que encuadran los lienzos. De una pequeña libreta hasta aquí:
UNA CALLE DE SEGOVIA
1858. Acuarela sobre papel.
Se ve un trocito de acueducto al fondo.
Un hombre a pie está con su borriquillo en el lado de sombra de la calle. Al
sol y en primer término a la derecha (aunque es una acuarela pintada desde
lejos), dos tipos de allí, populares, típicos.
Parecen recién pintados hoy, pero ayer.
La acuarela no da lugar a corrección, así que tal como los vio los pintó. Es
decir, son una “primera toma” que se diría en el cine, y si no se dice así en
el argot del cine, así lo entiende uno. El autor los vio, le sugirieron algo, y
así nos los hizo llegar. Uno de los dos tipos, el que está de pie, parece
ofrecerle algo al otro, un jarrillo parece, sentado en el suelo con la espalda
en la pared blanca de una casa. Pared encalada como la de mis abuelos. El
tiempo pasado nos llega por esas “puertas”.
Ayer, hoy. Y sin embargo, hoy no hay
nada; es más bien el deseo del pintor de perpetuar aquel ayer, que fue
ahora, hoy, para ellos.
LA MESETA DE CASTILLA
1853-58. Acuarela sobre papel.
Aquí está el amarillo león, la sequedad
de Castilla, más al fondo ocres apagados casi muertos, que desolaron a Camille
Mauclair en su libro La espléndida y áspera
España, cuando cruzó Castilla.
Muy pequeñas las personas caminando por
un camino solitario, sin árboles flanqueándolos. Personas más reales para él
que una foto, por eso mismo. Porque él las vio así. Y el cielo demasiado
inmenso, controlando todo.
VISTA DE COVADONGA
1856. Óleo sobre lienzo
Los contrastes entre la zona iluminada
contra la zona en sombras, son los mismos que se ven desde el coche en las
montañas cuando estás en el Norte, De Haes también lo consigue, eso de situarte
en el Norte desde El Prado.
Si Martín Rico hubiese viajado en coche
habitualmente ¿hubiese podido captar tantos matices, sentirse subyugado
realmente por esa imagen? ¿Detenerse minutos, horas, días ante esta belleza,
para poder imprimir luego ese realismo con que le etiquetan los entendidos?
En el cuadro no hay turistas, ni
coches, ni autobuses, ni guías turísticos, ni funcionarios del “complejo
turístico”. Sólo acompañan a la Virgen de Covadonga y a la tumba de Pelayo unos
pocos lugareños sin cámaras de fotos: tres que hablan en la parte inferior del
lienzo, sobre el puente, y una “rapaza” que sube por un camino de tierra al
santuario.
El silencio, esto nos llega. Hoy
estamos rodeados de carteles, propagandas, pantallas, que intentan llamarnos la
atención, son, diría un publicista emocionado, “gritos en la imagen”.
No aquí: es la quietud la que sin
querer nos transmite el misterio del cuadro.
PAISAJE DE LA CASA DE CAMPO
1861. Óleo sobre lienzo
Hay dos cuadros otoñales muy parecidos
en la exposición. Uno es el boceto de este ante el que me paro. Brahms pareció componer sus
sinfonías tercera y cuarta viendo unos cuadros como estos. O Martín Rico
escuchó a Brahms para hacer estos cuadros. O es el otoño el que nos llega de
mano de pintores y músicos.
Las notas más rigurosas de esas
sinfonías parecen hacer referencia a los árboles más largos y verticales; por
otro lado una especie de tiempo cojín,
acolchado, suave tiene que ver con las notas más simpáticas. La música
parece oscilar entre los tonos del lienzo que van desde la oscuridad suave de
la sombra a la luz, a la sed de luz que parecen tener algunos árboles.
También hay una niña. Está claro que
hoy tendríamos que disfrazar a una niña para ver esta escena. Tal vez aquellos
románticos necesitaban pintar aquellas escenas campestres, de niña rural, con
vestido limpio rural, tres cabras por allí, acompañándola. Todo para dejarlo
pintado, porque sabían que faltaba poco para desaparecer, bien lo sabía Bécquer
que dejó constancia de ello en algunos artículos sobre nuestros tipos
populares, donde avisaba de su peligro de extinción.
Una parte de la idea del Romanticismo
es otra cosa que vemos en el cuadro: reflejos en el agua de lo que previamente
ha pintado el pintor. No el reflejo de la realidad. Es el reflejo de lo que él
considera que ha visto, y así lo ha reflejado.
EL SENA EN POISSY
1869. Óleo sobre lienzo
Parece mentira, pero hasta este momento
de mi visita, hasta este cuadro no se me había ocurrido que me gustaría entrar
en alguno de los lienzos. Lo que no tengo claro es donde estaría más a gusto,
si en la orilla que se ve en el cuadro, con lo cual yo estaría viendo al
pintor; bien en la orilla de Rico, para poder sentarme como algunos de los de
enfrente, con un junquillo en la boca, viendo pasar el tiempo, los reflejos de
la vegetación en el río; de las nubes queriéndose pintar de rosa. Consiguiendo
precisamente que por no estar el rosa evidente en aquellas nubes, pero
adivinándose en algunas pinceladas, el que mira esté continuamente pensando en
ese rosa, como un deseo que no se pudo cumplir.
LAVANDERAS DE LA VARENNE, FRANCIA
1864-65. Óleo sobre lienzo
No veo en el cuadro que del pintor
Martín Rico pintó Sorolla (se ve ahí un hombre de los de antes, un Lope Garrido
de Tristana sin la lujuria) nada que me haga suponer que buscara la visión de
las posaderas de las lavanderas, más que el paisaje que se ve en la otra orilla
y su reflejo en el río. Allí enfrente se ve una laderilla frondosa, césped que
tupe la subida a la ciudad.
Imagino que tardaría más en pintar el
cuadro que lo que tardaron las lavanderas en limpiar la ropa. Una vez acabada
la faena en el río, subirían con los cestos con espaldar que aparecen en el
lienzo, cargadas, y se cruzarían con aquel misterioso pintor, de barba tupida
también, como la ladera de enfrente. Tal vez ahí sí aprovecharía para mirar con
intención, aunque elegante. Y sin embargo no veo ansiedad por acabar e irse con
alguna de aquellas, de las más jóvenes, aquella que al cruzarse con él se
ruborizara.
CUADERNILLOS DE VIAJE
Viene acompañada la exposición por una serie
de cuadernillos de pequeño tamaño, de viaje, donde aboceta paisajes,
arquitecturas, muñecos animados en su lápiz, personillas, calles solitarias,
ciudades enteras…
Esto, pensándolo bien es mejor que si el
artista hubiera llevado una cámara de fotos o hubiese comprado unas postales de
los sitios, porque es su visión. En
realidad, ¿qué tengo yo en común con una cámara de fotos? ¿Su inmaculada
objetividad?, aséptica, nítida... ¿falsa?
No. Tengo más en común con él, porque
él respira, siente, se encuentra apasionado, encuentra la pasión de dibujar
esas visiones y andanzas, por apoyarme en un título de Unamuno (algo de obsesivo tiene para el que mira la foto de Unamuno mirando los campos de Castilla desde el suelo de Castilla). Martín Rico nos trae sus días en aquellos
lugares con una vieja palpitación de vida, un hálito que es el eslabón con el
mundo antiguo, ya dormido en también antiguos y hojarascados laureles, que
podemos observar hoy aquí. Es como un milagro.
EL PATIO DE LA ESCUELA
1871. Óleo sobre lienzo
Cada cuadro tiene una entrada, una
clave que te permite penetrar allí, comprenderlo, sumergirte en la obra. Se podría
comparar esa parte del cuadro que ejerce de llave
del cuadro, con las palabras del abate Faria con un tal Edmundo Dantes para lo
que vino después.
Cada persona encontrará la suya, la mía
de este cuadro es la quinta niña empezando por los que están sentadas en hilera, de
espaldas a la pared blanca del patio. Tiene una gracia especial, está sujetando
con sus dos manecillas una prenda, con una seguridad en la mirada que nos
desborda y nos desarma, también hay inocencia, candor, ternura… Ternura, eso
es, es la ternura por aquella niña, cuya seguridad en doblar la prenda nos
entristece pero nos admira. Es una seguridad que tiene por los tiempos duros
que tuvo que vivir. Antes de la democracia en España todas las familias que no
fueran ricas tuvieron tiempos duros. Desde niños toreando con todo lo que
suponía la época.
Hay más niñas a su lado, ocupando
lateralmente toda la pared, frente nuestro. Quizá el pintor hablara con la maestra, "mire a ver si puede poner a las niñas pegadas a la pared, y que disimulen, que no miren para acá". Quizá no, y a la hora de coser en el patio se pusieran siempre así, para que la maestra pudiera observar los avances de las pequeñas y hacerles algunos comentarios; además también ellas sentadas así ven mejor cómo cose su maestra. La mayoría están cosiendo, otras están cogidas en plena conversación en voz baja o mirando atentamente como maneja la aguja y el hilo alguna compañera.
Lo que atrapa del cuadro es la
capacidad del pintor para captar y mostrar ese momento de silencio en el patio,
de concentración en las que están cosiendo. Capacidad para hacernos llegar el
sueño de la niña dormida, en una cara tan pequeña en el lienzo vemos el
misterio, sentimos el secreto que guarda un niño en sus puños cerrados cuando
duerme.
De la maestra, que también cose, sólo
vemos un breve escorzo, y sin embargo también nos llega la rudeza de sus
arrugas en la cara: resignación, manos firmes y grandes que saben lo que hacen.
Hay un gato vigilante a los pies de la
anciana, vigilando algo que nosotros no vemos y que da tensión al conjunto del
cuadro.
Patio con arabescos, azulejos moriscos,
macetas, niñas con moños o pañuelos en la cabeza, fuente circular en el centro,
otro gato mirando a la niña que duerme y que marca la cadencia de la atmósfera
de aquel patio de la escuela en Sevilla.
LA TORRE DE LAS DAMAS EN LA ALHAMBRA
1871. Óleo sobre lienzo
Es un cuadro muy parecido a los que
hizo Sorolla del mismo rincón de la Alhambra.
Tres cosas resaltaré del lienzo:
1. La sombra que proyecta el tejadillo
sobre las ventanas de las torres y la pared amarillenta y rojiza, tan realista
que podría ser la entrada en el cuadro, la llave de la que hablábamos antes.
2. Siguiendo con las sombras, unas manchan las torres, provocan una sensación de movimiento de las ramas y hojas de los
álamos. Desde pequeño, y es algo que de lo que no he sido consciente hasta hace poco,
o que sé explicarlo desde hace poco; hay algo que me hace sentir vivo, aparte
del poder respirar: el viento agitando las ramas de los árboles, el sonido que
hacen, los árboles que no pueden hablar nos reclaman cuando se unen al viento,
nos quieren decir algo, a lo mejor sólo eso, que estamos vivos, como ellos. Las
hojas juguetean proyectando sus sombras temblorosas y alegres en las viejas
paredes del pasado árabe de nuestra península. Todo eso hace el momento más
intenso, y todo nos llega de algo estático como es un cuadro, sin artificio,
sin truco, o sea, arte que dicen algunos.
3. Volvemos a la atmósfera creada por
la presencia de los niños como en el cuadro de la escuela. En este cuadro
además pasa algo extraño, no es que queramos entrar nosotros en el cuadro, como
me ocurrió en otros, es que nos sentimos como uno de esos niños atareados en la
jaula de cañas, y por eso, como estamos ahí, allí, podemos sentir el sonido del
viento bailando los álamos, de las ramas, del cielo limpio y azul, del sol internándose
hasta nosotros. Luego, cuando cierren el museo y apaguen las luces, quedará
congelada la escena, para que mañana otros ojos puedan ver esto y, si miran
como deben, poder pasar a aquella Alhambra pasada, presente para siempre.
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