(Imagen de AtresMedia)
(Si usted, inédito lector, no ha visto todavía la película,
puede encontrar aquí detalles
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que le desvelen partes de la misma)
No llegan a cuajar del todo las películas basadas en libros o, como en el caso de Oro, relatos de Arturo Pérez-Reverte. Pensaba en ello después de verla, anoche. A las diez menos cinco, ocho personas esperábamos a que se apagara la luz, y la pantalla volviera a meternos en eso de "la magia del cine". Todavía me pasa, aunque voy muy poco; ver una película en el cine me sigue atrapando, independientemente de lo que me guste la película.
Oro es un sí pero no; un no, pero casi... sí. José Coronado (Bastaurrés) (que a ver si hace ya una película de Francisco de Goya y Lucientes) está muy en soldado de los tercios; Raúl Arévalo (Martín Dávila) se quita la sonrisa en toda la película y engola su voz, haciéndonos olvidar sus papeles alegres y juveniles; hasta podemos escucharle una frase del libro "Tirant lo blanc": "Porque soy un hombre de poca condición y sin ningún título"; Óscar Jaenada (Juan de Gorriamendi), nos aparece en la selva "como tiro de arcabuz", valiente y bravucón, su actuación me recordó a aquel prólogo de Pérez-Reverte para el libro "Vida de este capitán" donde un capitán real, Alonso de Contreras, nos cuenta su vida. Juan Carlos Aduviri (el guía de la expedición, Mediamano), un curtido indio, más fiel a los españoles, que algunos de los expedicionarios. O José Manuel Cervino (capitán don Gonzalo de Baztán), cumple verazmente con el papel de navarro viejo, cruel y decadente, trasunto del conquistador Pedro de Ursúa, personaje real.
Juan José Ballesta (Iturbe) en sus maneras sí es un soldado de aquellos, pero cuando habla sale el chico de barrio, con el habla del chico de barrio, y eso que habla poco. Y el lenguaje está cuidado en general, aunque sobran algunas conversaciones entre Bárbara Lennie (doña Ana, joven mujer de don Gonzalo de Baztán) y Anna Castillo ("La Parda", criada de doña Ana), donde sólo falta la bolsa de pipas y el litro de cerveza para que parezca que estén hablando en un banco por el Madrid de los Austrias. Sin embargo no sería yo justo si sólo dijera eso de ambas actrices; tienen un papel solvente, también sus rostros y maneras siguen la línea de los demás, y una vez que Anna Castillo, "La Parda", muere por la picadura de una serpiente, Bárbara Lennie, doña Ana, sobresale en la recta final de la película.
Papeles brillantes, pero poco aprovechados, son los de Luis Callejo (Páter Vargas), pues se ve la parte más negativa y cruda de la Iglesia en el asunto, pero fue mucho más complejo de lo simplista del tratamiento en la película, ahí están las crónicas; como la participación de Andrés Gertrúdix (el licenciado Ulzama), es una figura muy interesante de esas expediciones, ya que es la que deja por escrito lo que ocurre, y hoy podemos acercarnos a lo que ocurrió. Aun teniendo más protagonismo que el páter, ambos podrían haber ocupado minutos que por el contrario se utilizaron para abusar de planos generales de la selva y de la expedición caminando a través de ella.
Lo mejor de este tipo de películas es ver luego las entrevistas a director y actores en distintos diarios o medios digitales, donde los periodistas, siempre hacen preguntas orientadas a saber la opinión del entrevistado acerca de su postura ante el episodio de la Historia de España en la que está basada la película. No vaya a ser que alguno de ellos se equivoque y diga algún aspecto positivo del papel de España. Por Dios.
Hay un guiño, intencionado o azaroso, a la película Apocalypse Now, con la aparición algo exótica del actor Juan Diego (Requena), que vive solo, apartado, feliz con una nativa de allí, del Amazonas, y sus hijos. Un coronel Kurtz, simpático, surrealista, con tintes hippies, en su vestimenta (con ropa del siglo XVI, pero con fisonomía hippie) y filosofía de vida. Derrapa ahí un poco la película, aunque salva su papel el actor, que haga lo que haga a mí me parece que tiene algo.
Hay un guiño, intencionado o azaroso, a la película Apocalypse Now, con la aparición algo exótica del actor Juan Diego (Requena), que vive solo, apartado, feliz con una nativa de allí, del Amazonas, y sus hijos. Un coronel Kurtz, simpático, surrealista, con tintes hippies, en su vestimenta (con ropa del siglo XVI, pero con fisonomía hippie) y filosofía de vida. Derrapa ahí un poco la película, aunque salva su papel el actor, que haga lo que haga a mí me parece que tiene algo.
Anoche, a las doce menos cuarto, al salir, en seguida nos despedimos los amigos en la puerta de los Multicines de Cuenca. Hacía frío y nos fuimos cada mochuelo a su olivo. Antes de llegar al olivo, o sea, mi casa, me metí en el coche. Lo arranqué, y puse Radio Clásica, bajito para dejar espacio a las reflexiones que empiezan a surgir tras ver una película. Y me quedé con lo bueno: con esas escenas en las que retrocedí casi quinientos años, para internarme en la selva con nuestros antepasados, crueles y con una mano delante y otra detrás. Consciente de que tengo mucho que aprender de nuestra propia Historia, despojada de política. De no juzgar el pasado con los ojos de hoy, pues nada tienen que ver las condiciones de cada época. Y me quedé con esa escena en que los españoles: navarros, extremeños o andaluces, cantan al son que marca Diego Paris (el criado de don Gonzalo, Marchena), un villancico del siglo XVI, "De los álamos vengo, madre", compuesto por Juan Vásquez, extremeño, músico renacentista. La expedición espera emboscada en algún lugar de la selva, y ahuyentan el miedo cantando juntos, apretados, serios, dispuestos a todo, con la cruz colgando del pecho aunque blasfemen en cada paso. Y así el director, sin estridencias que luego la policía de lo correcto pueda echárselo en cara, cantan, hermanándose, esa letra:
"De los álamos vengo, madre
de ver cómo los menea el aire,
De los álamos de Sevilla
de ver a mi linda amiga"