martes, 20 de marzo de 2012

LIGERO DE EQUIPAJE (NUNCA... ¿O SIEMPRE?)


Es embriagador escuchar a Sabina en una canción ligero de equipaje, y lo que eso evoca: la libertad, el viento en tu cara, las naves quemadas atrás, el relámpago en las venas y el futuro para bebérselo de un trago... y poco equipaje. O ninguno.
Pues yo nunca podré ir ligero de equipaje; soy consciente de ello cada vez que me muevo. Y no me hace falta hacer muchos kilómetros ni que sea un viaje extraordinario vacacional. Solamente para dirigirme desde la localidad donde trabajo hasta la que me vio crecer, hago una bolsa de viaje con más libros que ropa. Ahora con los formatos electrónicos sería más fácil ir ligero de equipaje, ligerísimo vamos. Podría comprar una tableta que pesa menos que un zapato y que contiene 1.000 libros o 2.000. Podría, pero no quiero. Me sigue gustando el papel. A ver, a ver, antes de nada: esto no es un alegato romántico en contra de la modernidad de plástico (de la cual todos aprendemos), sino una opinión personal, que no busca adhesiones ni partidarios (qué mal suena lo de partidarios).
Me sigue gustando el papel. Y subir y bajar la cuesta Moyano como Sísifo. Y meterme en una librería donde todo esté repleto y caótico de libros, y preguntar por una edición vieja (sí, vieja, no antigua: vieja) de Borges. Y marcharme a algún sitio y que en mi mochila viajen, con todas sus páginas, Tranvía a la Malvarrosa de Vicent, Mil de Mil de Trapiello, El Aleph y las poesías castellanas de Garcilaso. No puedo entender otro tipo de viaje.
Recuerdo cuando leí la Regenta. Siempre fue una lectura pendiente. Y un verano decidimos ir a Asturias. Siempre me ha gustado leer una novela que tenga algún tipo de relación con el lugar que vamos a visitar. Así que pensé en La Regenta. El volumen que me llevé no era de los más grandes, pues tenía la letra pequeña, pero aun así pesaba lo suyo. Y cuando lo encajas entre la ropa con el resto de equipaje, piensas lo típico: menuda carga estoy metiendo. Luego llegaron las tardes en la playa de Ribadesella, y te tumbas boca abajo, apoyado en los codos, el libro bajo tu cara, y lees al ritmo del oleaje.
Cuando regresamos a casa, y saqué el libro, estaba un poco más ajado, las hojas ligeramente dobladas del uso, con alguna pequeña mancha de humedad sin importancia, o precisamente importante, porque ese era el recuerdo del viaje, como el olor a salitre que tenía el papel. Será que hay más vida en el papel, que en el plástico.